martes, 10 de marzo de 2015

Toda mi hambre en un par de huevos

El hambre es una de las pestes poderosas que pueden socavar el ánimo, y peor aún, controlar a un ser humano, su voluntad y las decisiones más elementales. En el Estadio Nacional los presos por la dictadura militar chilena del año 1973, sufrían este flagelo. 


Desde el 16 de septiembre de 1973 viví 80 días sentado en las galerías mirando el pasto verde de la cancha de fútbol. Por las noches era ubicado en los pasillos o bien en los camarines del campo deportivo. Otros, los detenidos recién ingresados, quedaban tirados en los túneles mirando el dibujo interior de las graderías que en fila llegaban hasta la tierra apisonada por la huella de los pasos de los jugadores y las marcas de los cascos de las pelotas de fútbol que daban de estrellones contra los muros de concreto. Para pasar las noches frías de la primavera de septiembre, una frazada se transformaba en un tesoro, como también podía ser la mitad de un colchón relleno de algodón, que bien soportaba la parte superior del cuerpo, pero se debía administrar su uso; unas horas sobre él, y otras por debajo, todo eso dependía del frío, del cansancio o el estado de ánimo del detenido. 

En las mañanas una marraqueta y un tazón de té o café de higo con leche de extraño sabor, lograba darme calor y ánimo después del insomnio con sueños desencontrados por las luces y las caminatas de los soldados que no dejaban de vigilar los cuerpos tendidos. Al mediodía un fondo de aluminio nos traía un caldo delgado donde se distinguían a veces las lentejas, los porotos o los garbanzos, aunque en otras oportunidades la cazuela insípida hacía su debut en nuestra boca hambrienta. Por la tarde, otro jarro con agua caliente llegaba con el trozo de pan para suplir el necesario alimento. 

Ya al mes, para algunos, y para otros antes o después, había un desate de ingenio que permitía saciar en parte el hambre que molestaba hasta el cerebro. Si había cazuela, se depositaban los trozos de pollo o de carne dentro del pan, de esta manera el sabor y el caldo remojaban las migas. Así, con el ánimo y la decisión absoluta de un espartano, ese pan se guardaba en un bolsillo hasta la espera del tazón de la tarde; Ahí se devoraba este sandwich que toda la tarde había horadado el recuerdo de tan apetecido preparado, entonces dos panes ahora iban al deleite; uno con carne y el otro de la tarde, solo. Eso era un logro para la voluntad de un hambriento y una alegoría a los paladares más delicados. 

En los comienzos de nuestros días de prisión en el Estadio Nacional teníamos que recurrir a las cáscaras de naranja o plátanos que los asistentes al partido del último domingo antes del golpe militar habían dejado tiradas. Estas apreciadas cáscaras las recolectábamos en recipientes con agua para que se hidrataran, así pasaban los horas y a veces un día de espera hasta sentirlas en el paladar y engullirlas; sentíamos la acidez que invadía las papilas lentamente hasta desatar el jugo de la saliva que lograba acariciarnos como la mano de una madre. 

Nuestros cuerpos estaban débiles, solo se atrevían a tener como actividad diaria estar tirados en las graderías como lagartos alimentándose de los rayos y nutrientes que el calor del sol nos hacía llegar. Y si alguno de ellos se atreviera a ponerse de pie, sin la debida precaución de hacerlo lentamente, la debilidad y la falta de energía cobrarían un mareo o bien las estrellitas reventarían para girar ante nuestros ojos como luces interiores que acusaban la fragilidad de ese cuerpo. 

Gustavo, un amigo de presidio, de lentes redondos, actor, se acomodaba sobre el tablón de la gradería y en posición de veraneo de islas misteriosas de ensueño, ponía una bandeja llena de chocolates cuadrados ante sus ojos y al alcance de la mano que buscaba a tientas mientras su rostro se encumbraba en busca del sol primaveral, los ojos cerrados imaginaban el bocado que imitaba chocolates con un burdo mendrugo amasado y rehecho en cuadrados para semejar el deleite que Gustavo requería para la representación de su embeleso. Una imaginería que debía compartir, aunque sea con los ojos, pues de lo contrario era exclusivamente un desvarío que iba a rechinar por los pasillos de una casa de orates. 

Solamente el hambre tratábamos de controlar para estar bien, pero no así algún pensamiento que tuviera relación con las carencias. Nada podía calmar la necesidad del alimento y menos el camino vacío que empezaba a recorrerse desde el estómago hasta los pensamientos desatados. Solo la calma azotaba silenciosamente el cuerpo para socavar las reservas que se vaciaban en nuestro organismo. Los comentarios sobre nuestra pobreza alimenticia no era tema habitual de conversación. Además, nadie tenía comestibles a la vista para que alguien pudiera compartirlo, entonces esa distancia impedía que fuera un asunto constante. También las circunstancias que nos mantenían en cautiverio, el abandono y la inseguridad nos obligaban dar prioridad al problema mayor que a las consecuencias que generaba. Cada uno de nosotros llevaba las apetencias como un problema personal y que se lograba cobijar en la intimidad de nuestras sensaciones. Solo cuando a alguien se le ocurría compartir un trozo de pan, ahí recién existía un comentario que nos recordaba que el hambre nos perseguía como un parásito rebelde, a todos por igual. 

Se discurría mucho y más que un sabio. Por eso hubo dos soluciones que no podía dejar de llevarlas a cabo cuando el apetito se me hizo latente y llegó a ocupar todo el espacio de mi cerebro. La primera fue sin pensarlo mucho. Por la mañana se solicitaban voluntarios para acarrear el pan desde el camión de transportes “Progreso”, que se ubicada fuera del estadio, pero dentro de los límites que circundaban las rejas de los jardines que daban a Avenida Grecia. Estos camiones amarillos habían sido contratados por el Ejército de Chile para el acarreo del alimento de los presos del Estadio Nacional, aunque en conversaciones entre nosotros sosteníamos que también eran usados para el transporte de cadáveres por la noche. 

Me ofrecí cuando el militar encargado solicitó voluntarios para traer el pan. Aceptó, y un milico me condujo junto a otro detenido hasta el límite que daba a la calle, nos indicó que deberíamos bajar los canastos a pulso desde el camión, luego trasladarlos hasta las filas de detenidos en el interior del estadio. Era una jornada para las tres comidas diarias. Vaya trabajo, pero bien es sabido que él que reparte, se lleva la mejor parte. Con cualquier descuido del soldado que nos custodiaba, nos llenábamos nuestra ropa con las marraquetas y hallullas recién horneadas. Los bolsillos, las pretinas, los calcetines y todos los espacios que las partes redondeadas del cuerpo permitían, se llenaban de la masa cálida y amiga. Era un gozo saber que iba a participar de una fiesta y había que recrear el espíritu, cada trozo de pan, así como jugando, lo depositaba en distintas partes de mi vestimenta como un desafío a la memoria. Trataba de olvidar dónde dejaba la hogaza escondida, por ahí, otro acá, otro trozo allá. 

Al otro día, tendido sobre una banca, sin proponérmelo, mis manos buscaban en cualquier bolsillo, y con sorpresa, encontraba los panecillos. Era una alegría, había logrado engañar a mi memoria, a mi propia voluntad, y así el cerebro sonreía al encontrar estos tesoros en mis bolsillos, era un júbilo tener estos manjares entre los dedos. Oh, quién lo habría puesto allí, me preguntaba extasiado. Era encontrar un billete perdido cuando más se necesitaba. Este acto de sublime regocijo, me lo prodigaba en el silencio y el secreto de esa banca del estadio. La alegría de la masa horneada sobre mis tripas en cautiverio hacía fuerza en las papilas para desatar las salivas que en tropel iban a humedecer el manjar sólido del germen del trigo al centro del cuerpo. 

Ahora, que el gusto del pan lo tenía, una paila pequeña de aluminio empezaba a tomar forma como el objeto deseado. Solo quedaba cocinar en ella, con aceite chisporroteado, un huevo. Revolcar la sustancia blanquecina de la clara, hacerla entrar en cocción aromática, rebotarla en el aceite, y luego, lo más fácil de cocer, la yema. Reventar su solidez y revolcarla para permitir el regocijo de mis ojos. Qué alimento tan urgente, tan al pillar. Ni las sopaipillas de los patriotas chilenos en la guerra de la independencia, que hambrientos buscaban una sopa pilla, sopa rápida para saciarse, una sopaipilla, una masa tirada al aceite, podía ser el más urgente alimento.

Un huevo, eso, solo un huevo en la mano, sí que era una sopa pilla, un alimento rápido al sosiego del hambre. Esa imagen, ese acto de cocinar un huevo me perseguía cada noche mientras trataba de dormir encima de una banca del camarín del estadio. Giraba entre preparados con arvejas, queso, o bien, lo primero a la mano que significara engrosar el fundamental alimento huevo. De por sí era el alimento que hacía llorar al cerebro. 

La oscuridad que permitían los párpados era el comienzo de esta maratón sufriente que no daba tregua. El huevo era el objeto de seducción, el deseo que permitía conseguir el alimento para mi organismo. 

La segunda manera de cómo sacié mi hambre fue decir que no me llamaba como me llamo, olvidé mi nombre y apellido para poder comer. Me iba a llamar Juan Carlos Almendras, él era un amigo conocido en el Estadio Nacional, un estudiante que nunca supo bien por qué estaba detenido. Solo fue necesario que caminara por una calle al comienzo del toque de queda para terminar acá, sentado sobre las graderías de este recinto deportivo. Así, detenido, conocí a Juan Carlos Almendras. Compartimos algunas penurias, pero ya lo habían dejado libre, exactamente habían pasado tres días de su libertad cuando escuché que lo llamaban por los parlantes del estadio. Su apellido lo recordaba por ser un fruto que también daba vueltas en mi memoria. Una voz femenina de la Cruz Roja solicitaba su presencia en las puertas de la maratón. Era habitual escuchar la letanía de nombres y apellidos de los que tenían encargos o cartas de sus parientes y conocidos. Llamaban a Almendras para que fuera a retirar una encomienda. Pero él ya no estaba en el estadio. Decidí en ese marasmo no saber qué iba a suceder si cometía un desaguisado que pudiera exponerme a un juego peligroso, un traspié que me permitiera ingresar en un laberinto de arrepentimientos. Mi hambre lo hizo todo, me llevó paso a paso por la pista de ceniza hasta la puerta de la maratón. Vi pasar a la gente que yo mismo permitía que me adelantara, quería tener la seguridad que Almendras no se hallaba aquí, que estaba en libertad, en su casa. Finalmente, ya comprobado que no existía en este recinto, decidí avanzar hasta donde la funcionaria de la Cruz Roja estaba para decirle que yo era Juan Carlos Almendras. Ella me entregó de inmediato los encargos en un bolso de equipo deportivo. Creía que podría darse cuenta que yo no era Almendras, pero en ese instante, sin carné de identidad, sí era Juan Carlos Almendras y nadie podía dudar que fuera así y menos lo habría cuestionado. 

Me fui de vuelta por la misma pista de ceniza con el botín entre mis manos, trataba de imitar la manera de caminar de Almendras, para evitar sospechas. En el camarín disfruté con el chocolate en polvo que venía en una bolsa de papel. Armé bolillos en mi paladar, la saliva era escasa para abastecer tanto chocolate que permitía invadir mi existencia. Había panes y un envoltorio de mortadela que hicieron de mi vida otra vida, una para soportar este deleite. No podía dormir tranquilo pensando en los nuevos tesoros que me esperaban cada vez que volvía a abrir otros envoltorios, entre ellos, había un bulto de papeles amarrados con un elástico, eran cartas enviadas por parientes, o bien la amada que ansiosa las hacía llegar a Almendras; o qué se yo, una vecina, un amigo, pero no, no abrí los secretos que cada una de esas cartas quería transmitir exclusivamente a una persona. Solamente hasta ahí avancé. El resto fue devorado y saboreado lentamente durante los días que tuvo que durar, ni más ni menos. 

Los pañuelos de género, los calzoncillos y un chaleco de lana pasaron al uso de este nuevo Almendras, de talla similar, pero del bolso deportivo, fue un gendarme quien en la cárcel pública se hizo cargo, me lo pidió prestado para llevar su ropa deportiva para un partido de fútbol del fin de semana. Cuando se lo pedí de vuelta, el gendarme con toda la serenidad de un guardia, me dijo, pero si tú nunca me has prestado un bolso. 

Dentro de los espacios y circunstancias que vivíamos en este desgraciado recinto de detención, nadie podía llegar a imaginar que una tarde, a eso de las 16 horas de un día de finales de noviembre de 1973, en las graderías que dan a la puerta de la maratón, se iba a llenar de aromas de un jugoso pavo asado y las dulzuras de una torta de lúcuma. Solo veintiún detenidos fuimos los que disfrutamos de este degustador espectáculo. La mayoría hasta esta fecha había sido enviada en barco al norte de Chile, otros a la cárcel pública para investigación militar; los condenados a penas de extrañamiento ya habían sido expulsados del país, el resto, los veintiuno que presenciamos este deleite, éramos los que habíamos sobrado de las reparticiones que hicieron los militares. Estábamos el periodista Manuel Cabieses, director de la revista Punto Final; algunos jóvenes delincuentes, yo y Mario Silva Leiva. Este hombre era un delincuente de unos 50 años, había comenzado su carrera delictual en el barrio Franklin de la ciudad de Santiago, como ladrón, ganándose el apodo de “Cabro Carrera”, por su rapidez para escapar, tanto de las víctimas como de la policía. En la década de 1960, ingresó al narcotráfico, formó parte del llamado sindicato del crimen de Valparaíso, puerto donde se embarcaba la droga que era enviada a los Estados Unidos. Tras el Golpe de Estado fue detenido y trasladado al Estadio Nacional. Ahí Silva Leiva se sentía a sus anchas, recibía suculentas viandas de sus parientes y amigos. Esa tarde todo era más relajado, Silva solicitó a los militares que fueran a comprar un pavo asado y torta para que comiéramos los que quedábamos detenidos. Pero esas delicias solo pasaron por mi olfato. Manuel Cabieses, el periodista, me llamó, me indicó que mejor compartiéramos una bolsa con charqui que guardaba en sus bolsillos. Finalmente una buena conversación hizo de postre.
Me dejaron en libertad luego de ser trasladado a distintos centros de detención. Cinco en total. Desde Cuatro Álamos salí. Tomé un taxi en la calle Departamental, abrí su puerta y me senté, el taxista en silencio esperaba que le dijera algo y le dije a Domeyko, por favor. Era de noche, iba de vuelta a mi casa, algo así como a las 22 horas del 31 de octubre de 1974. Había cumplido un año y un mes detenido por el estado de sitio que había impuesto la dictadura. Fueron exactamente 410 días vigilado y reducido a un espacio determinado por los militares. 

Había llegado el momento para saciar mi hambre, debía buscar el huevo que siempre me significó prístino, elemental para el hambre que me perseguía. Tenía que encontrarme con un huevo, aceite y algo de pan para devorar el sueño que tanta mella hacía en mí. En la casa nadie había; mi libertad fue sorpresiva. Solo me bastaba encontrar dos huevos, aceite, gas en la cocina, pan, una paila de aluminio y los fósforos que parecían flotar ante mis ojos. Partí la cáscara, freí los huevos, luego unté el pan hasta acabar con todo, seguí con la costra levemente quemada que se alojó al fondo del aluminio y mastiqué su dureza sabrosa como si fuera el comienzo y el final de todo. Las primeras lágrimas me invadieron. Me acodé en la mesa, y para tranquilizarme, busqué la cama. Parecía ajena. Ahí volví a dormir.

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