La
comodidad es la misma de antaño, quizás mejor; viajan menos. Todos los pasajeros
tienen mesitas y si alguien queda al medio del vagón le corresponde una mesa
amplia y más cómoda, una familiar para compartir las cinco horas que separan la
capital de la ciudad de las longanizas. Las mascotas son aceptadas, pero en
vagones destinados para ellas.
Ya
desde la estación Rancagua se empieza a sentir el borde interno en que ha ido
quedando el paso del tren.
En
otros tiempos las estaciones iban generando y acogiendo la actividad comercial,
cívica y cultural a su alrededor. Las ciudades crecían a su paso. Luego la
Plaza de Armas y el centro que cada ciudad generaba.
Tanto
Curicó como Talca dejan ver, desde el tren, la plaza que hoy pareciera que da
las espaldas. Pero ese centro no está lejos de las estaciones, se siente cerca,
se ve. Se acusa que ese centro no pudo alejar ni cambiarse. El lugar
fundacional de cada ciudad está al lado da la estación de trenes. Pero tiende a
desaparecer.
Pero
se está igualmente lejos. Parece un fantasma a paso seguro en busca de la otra
estación. Que aunque abandonada, herida del hedor de los vagabundos y los
desadaptados, se mantiene para decir al menos que por aquí pasó algo.
Finalmente
Chillán recibe en su estación limpia. Las escalinatas dan a una explanada donde
se estacionan los taxistas en espera de la vuelta de los pasajeros. De
inmediato queda a la vista la avenida que cruza el frontis de la estación. Ahí
hay un parque que recuerda a los otros desaparecidos.
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